Creo en las lecturas cíclicas del año…
Al igual que las fiestas cíclicas del año representan momentos significativos y marcan el paso de las estaciones, el paso del tiempo tiene para mí, además, otras señales.
Los diferentes climas, las diferentes luces, me incitan a volver cada año a según que textos, a según que imágenes. O puede que funcione a la inversa: que cuando para un momento de lectura al azar cojo la pequeña edición de Pedro Páramo, llega otra vez noviembre. El de los días grises y las noches largas… y la fiesta de Difuntos y el Día de Todos los Santos… y yo, vuelvo a Comala.
Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría, pues ella estaba por morirse y yo en un plan de prometerlo todo. “No dejes de ir a visitarlo –me recomendó–. Se llama de este modo y de este otro. Estoy segura de que le dará gusto conocerte.” Entonces no pude hacer otra cosa sino decirle que así lo haría, y de tanto decírselo se lo seguí diciendo aun después de que a mis manos les costó trabajo zafarse de sus manos muertas.
Mi Comala no se parece a la Comala de Rulfo, pero es igual. Tampoco la conozco por lo que allí viví, sino por lo que imaginé escuchando las historias que raras veces contó mi padre (no mi madre).
Este año, en la Comala que me aguarda hay una sombra más, otro eco…
Cuando el pasado verano Deletrea de Eritrea me enseñó un libro con las fotos de Juan Rulfo, tuve una sensación extraña. Nunca había pensado que los paisajes de Pedro Páramo no fueran como yo los había imaginado. En realidad nunca había pensado en ellos en agosto. Pero a pesar de todo, el camino era el mismo. Subía y bajaba…
Era ese tiempo de la canícula, cuando el aire de agosto sopla caliente, envenenado por el olor podrido de las saponarias.
El camino subía y bajaba: “Sube y baja según se va o se viene. Para el que va, sube; para el que viene, baja.”
–¿Cómo dice usted que se llama el pueblo que se ve allá abajo?
–Comala, señor.
–¿Está seguro de que ya es Comala?
–Seguro, señor.
–¿Y por qué se ve esto tan triste?
–Son los tiempos, señor.
Yo imagina ver aquello a través de los recuerdos de mi madre, de su nostalgia, entre retazos de suspiros. Siempre vivió ella suspirando por Comala, por el retorno; pero jamás volvió. Ahora yo vengo en su lugar. Traigo los ojos con que ella miró estas cosas, porque me dio sus ojos para ver: “Hay allí, pasando el puerto de Los Colimotes, la vista muy hermosa de una llanura verde, algo amarilla por el maíz maduro. Desde ese lugar se ve Comala, blanqueando la tierra, iluminándola durante la noche.” Y su voz era secreta, casi apagada, como si hablara consigo misma… Mi madre.
Se cumplen ahora seis años de una tarde gris de noviembre en la que en agradable compañía (recuerdo ahora a Rosaura, a Govinda, a Diana…) nos dejamos llevar por las sombras y los ecos de un tal Pedro Páramo.
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